dijo
la voz misteriosa pero cansada de que el devenir viniera a confirmar que las ostras habían sufrido la cantidad exacta y necesaria para que de forma súbita entregaran las
perlas.
Colgado en la pared se encontraba la versión restaurada del Ecce Homo con esa mirada
penetrante que sólo sus trazos poco finos y carentes de toda técnica y cordura producidas
por más de ocho décadas de existencia (en esta densidad) podrían alcanzar.
Lejos de todo el ruido que se avecinaba había un deseo
sincero de convergencia.
A partir de ese mismo instante, surgieron sincronicidades asombrosas, juegos de
resonancias entre las personas escogidas al azar.
Murmuraba de forma frecuente algo así como El médico me tiene que dar las pastillas de
la mente mientras que con el pelo asqueroso daba vueltas por el
supermercado encontrándose con nuevos y viejos dioses, los cuáles con poco disimulo
(o esfuerzo para disimular) le miraban de manera inquisitiva o avergonzados o
tal vez sorprendidos (de mala manera) para recordarle categóricamente su mala
decisión de no ducharse por la
mañana antes de comprar inciensos de variados viejos dioses antes de dar su
dinero a los nuevos.
El bambú doblado por la nieve que fue más intensa luego del
camino por la plaza universitaria antes que las lágrimas del devenir estuvieran listas para hacerlo despertar en la consciencia de que
puede que la ecuación no haya estado equivocada. Con todo debía
recrear lo mejor que pudiera las condiciones del vuelo original. Sin
embargo las raíces eran fuertes y estaban fortalecidas por las hojas del otoño
que en otras encarnaciones fueron errores.
Me encontraba caminando en esas calles poco aseadas dónde a
veces se ponía el circo para mirar en el suelo y de forma inesperada encontrarme
unas lucas que me sonrieron de forma
cómplice lo que al son de la música de la segunda entrega de aquel marcante título de videojuego hicieron
que el día no estuviera tan terrible.
Al menos por dos minutos.
Era una persona distinta luego de haber leído esa historia pero más aún por el uso de ese curiosamente pijama de polar.
Le cargó tanto el escozor de la prenda que las frecuencias
vibratoriales en ese devenir confabularon
en forma de hurto intempestivo en la oficina casi como si fuera la peor situación
ya que mi medidor de campos electromagnéticos comenzó a dar señales erráticas y
las psicofonías no se hicieron esperar.
Ah, entonces jamás
ocurrió este diálogo.
En medio de cadenas colgadas e instrumentos bastante
peculiares me di cuenta que sólo estaba haciendo una narración a propósito de
viajes desafortunados y malas decisiones que habían producido efectos en el
entramado espacio-tiempo en forma de desgracias sutiles y vulgares.
La carne no tiene nada que ver.
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