Y entonces emprendí un alocado plan nunca antes realizado: una idea genial, al menos en el papel.
La primera parte del viaje me recordó a Stgo. Hacinamiento en vagones pero, con más weveo, niños, pelucas coloridas, botellas de champagne y esas nuevas invenciones que al abrirlas lanzas challa o cosas brillantes. Ya en Quilpué la cosa estaba un poco apretada y en Viña ni hablar, empujones al más puro estilo capitalino pero ojo, eran todo en el contexto de un nuevo año.
Con algunas dificultades logré bajarme. “Flaco, espera”.
Me acercaba al lugar elegido. Fue una de las mejores partes de aquel extraño experimento el internarme en ese mundo nuevo y nocturno que se disponía a finalizar el año en grande. Sin dudar la gente se tomaba las bancas, los pequeños miradores enclavados en las rocas se volvían una fotografía de la última cena pero, privada en un lugar público, si es que algo así existe. Hasta manteles y finos canapés se daban cita en la boca acidificada por deliciosos brebajes alcohólicos.
Yo estaba sobrio. Demasiado sobrio. Además ya tenía ganas de ver la salud del animal.
Caminé por todas esas escenas familiares y ajenas. Ahora lo que tenía que hacer era encontrar aquel lugar dónde poder sentarme y con esa quietud espiritual ver los famosos fuegos artificiales.
Insisto, estaba demasiado sobrio. Y en breve me iba a dar cuenta que había otros factores no considerados en este curioso plan.
Finalmente después de embeberme en este escenario tan divertido, fui a parar a la playa. Más o menos dónde había pensado estar. Sólo que en este tipo de situaciones a veces lo popular es un poco más de lo aceptable, así que estaba entre el juego de 4 niños inquietos, hinchas del Everton, un cuarteto de pololos con su propia onda y unos chiquillos traviesos que lanzaban fuegos de artificios clandestinos que casi causan una peligrosa situación a los incautos que observaban el mar a esa hora y que por casualidad estaban más cercas de ellos.
La hora que faltaba se volvió sólo media hora y, a medida que algunos temas seleccionados en mi mp3 terminaban ya solo eran 15 minutos.
Empezó la cuenta regresiva.
Intenté hacer una retrospectiva rápida pero ya a esa altura, estaba un poco irritado. Quería tomar una mano y no cualquier mano.
Empezó lo que la cuenta regresiva había vaticinado.
Un show de color, explosión, al unísono junto a otros puntos de lanzamiento: la luz era alta, roja, iluminaba casi todo, humo y, la intensidad iba en aumento hasta que tuvo esa regresión casi como si un humano fuera. Hubo partes que realmente no eran demasiado interesantes y que se combinaban con llamadas a celulares de la gente alrededor.
Cuando todo había comenzado y yo sobrio, me llegó champaña ajena.
Sentía el olor a la champaña en todos lados, y yo no probaba ni una gota. Al menos no de la forma tradicional: mi chaleco se encargaba de disfrutar. Gotas avanzaban en mis mejillas y no eran lágrimas ni sudor.
El espectáculo llegaba a su fin. La secuencia final fue genial y por esos 5 minutos todo el show valió la pena. Fue casi perfecto en ese instante.
Sin embargo hay cosas que se disfrutan más si se comparten.
Al momento de querer salir de esa zona arenosa me di cuenta que no era el único. Un tumulto luchaba igual que yo casi en desesperación como si el trance de la pólvora y fuego de color no hubiese significado nada.
Con cierta habilidad esquivé gente y pude salir del hoyo en dónde me encontraba.
Caminé de regreso y esta vez, la sobriedad me hizo irritarme más con las muestras de cariño, que múltiples parejas que se cruzaban en mi camino o que yo me cruzaba en el de ellas, se profesaban en esa algarabía casi mágica que trae este tipo de fiestas.
Yo había elegido ese plan, pero hablando en serio, tenía otra opción?
Me dediqué a mandar un par de mensajes. El primero al parecer no llegó. Más tarde mandé otro que también no pareció llegar, pero que más tarde recibí respuesta. Para el primero que no llegó, mandé otro unas 3 horas más tarde y si llegó y pude dormir.
Aunque antes de llegar a esa parte, falta la guinda del pastel, o el ojo del caviar.
Tomar micro. Un amigo antes me llamó y se encontraba en el lado opuesto de la avenida. En un plaza con nombre de país.
El ánimo ya estaba medio cruzado y mejor no hacer nada. Si veía otra pareja no respondería a mis actos. Al menos se leía bien en el papel.
El pasaje costaba el doble de lo normal, pero a esa altura solo quería regresar y no era que pudiera encontrar algo más económico.
El viaje fue alocado, con varias almas en la locomoción colectiva, extraños personajes, vueltas raras cortesía del chofer para evitar el cuello de botella del tránsito, y la memorable escena de esa adorable pareja de adultos acercándose a la vejez que discutían y la mujer como que hizo el amague para volver a sentarse después.
La gente arriba, aplaudía para que le pegara. No creo que tuviera que ver mucho con el estado del alcohol. Y me refiero a los pasajeros.
De a poco se fue descongestionando la micro y sin darme cuenta ya me pude sentar. Escuché algunos temas para darme ánimo.
Me bajé y empecé a caminar. Al final es eso lo que mejor hago.
Cuando llegué tenía olor a champaña ajena. Pero no iba a terminar así esa noche así que me terminé la champaña que estaba en el refrigerador.
Una copa de vino, otro mensaje mandado y a dormir.
Feliz año.
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