“No pienso comer más chocolate” dije con acidez en la garganta. Sentía el estómago pesado. Definitivamente me había caído mal comer la barra entera.
El conejo de pascua puso una cara de culo, casi de mafioso oriental. Noté que algo cambiaba en el ambiente. Me aventuraba a decir que para mal.
Me encontraba ante un silencio incómodo y los segundos se hacían eternos. El conejo de pascua no emitía ningún tipo de comentario por lo menos verbal. Mi comentario había sido desnecesariamente sincero. Su cara se había deformado: el ceño fruncido y sus penetrantes ojos rojos cuya desaprobación no me dejaba tranquilo.
Intenté decir algo ingenioso sin embargo solo lograría empeorar aún más la situación.
El conejo de pascua sin perderme de vista se levantó de su asiento. Tomó su canasta y empezó a merodear por la habitación. Levantó cojines, retiró libros de sus estantes y movió las cortinas. Cada vez que lo hacía huevos de diversos colores y motivos caían en su canasta. Si los había escondido con anterioridad o se materializaban con cada acción, no podría decirlo.
“Para ti la Pascua terminó hace mucho” me dijo mientras desaparecía.
Nunca más volví a verlo. Mi infancia llegaba a su fin.
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