II.
Desperté en un cementerio completamente oscuro. No había estrellas ni faroles. Al principio no tenía idea que era un cementerio. Sólo sabía que no podía ver nada y que chocaba constantemente al querer avanzar con pequeñas estructuras de concreto. O ladrillos. Talvez piedras. Eran firmes y con inscripciones grabas en algunas de ellas; con las manos intenté seguirlas y así los surcos se volvieron palabras. Se trataba de nombres finalmente. No tan comunes, debo decir. Había números arábigos y romanos también. De a poco mi visión se fue acostumbrando con la oscuridad alrededor y al distinguir una cruz cerca, la idea de cementerio estaba ahora más clara. Todo esto tomó unos 30 minutos. Yo recordaba que estaba en mi habitación durmiendo tranquilamente antes de aparecer por ese lugar. En realidad no tan tranquilamente. Antes de dormirme empecé a pensar sobre el último tiempo en mi vida, de las opciones y caminos. De la soledad.
Hacía poco que había regresado al camino recorrido unos 5 años atrás. Poco había cambiado ahora. Era mi primer año en Santiago. Con cada paso que daba, recuerdos iban apareciendo. Esa es la cualidad de los caminos: no olvidan ni cambian realmente. Somos nosotros al recorrerlos. Asociaciones emergieron. En esos días comía y otros no. La misma casa del individuo que ponía --y que todavía pone por lo visto--la radio a todo volumen. La primavera de ese año se parece a la de este año. El pasto largo como esa vez. Un día sábado me aventuré al evento otaku en la universidad. Poca (o nadie) gente realmente conocí esa vez. Regresé a dónde me hospedaba y en el camino pasé por ese negocio a comprar algunas tajadas de jamón y/o queso que eran cortadas con esa máquina curiosa. Después de volver, me hice algunos panes. Pasé por los caminos de ese año. Pasé por el pequeño negocio dónde llamé por teléfono al tipo de la polera de poliéster azul para comprarle mi segundo PS2.
Volví al cementerio.
Desperté en un cementerio completamente oscuro. No había estrellas ni faroles. Al principio no tenía idea que era un cementerio. Sólo sabía que no podía ver nada y que chocaba constantemente al querer avanzar con pequeñas estructuras de concreto. O ladrillos. Talvez piedras. Eran firmes y con inscripciones grabas en algunas de ellas; con las manos intenté seguirlas y así los surcos se volvieron palabras. Se trataba de nombres finalmente. No tan comunes, debo decir. Había números arábigos y romanos también. De a poco mi visión se fue acostumbrando con la oscuridad alrededor y al distinguir una cruz cerca, la idea de cementerio estaba ahora más clara. Todo esto tomó unos 30 minutos. Yo recordaba que estaba en mi habitación durmiendo tranquilamente antes de aparecer por ese lugar. En realidad no tan tranquilamente. Antes de dormirme empecé a pensar sobre el último tiempo en mi vida, de las opciones y caminos. De la soledad.
Hacía poco que había regresado al camino recorrido unos 5 años atrás. Poco había cambiado ahora. Era mi primer año en Santiago. Con cada paso que daba, recuerdos iban apareciendo. Esa es la cualidad de los caminos: no olvidan ni cambian realmente. Somos nosotros al recorrerlos. Asociaciones emergieron. En esos días comía y otros no. La misma casa del individuo que ponía --y que todavía pone por lo visto--la radio a todo volumen. La primavera de ese año se parece a la de este año. El pasto largo como esa vez. Un día sábado me aventuré al evento otaku en la universidad. Poca (o nadie) gente realmente conocí esa vez. Regresé a dónde me hospedaba y en el camino pasé por ese negocio a comprar algunas tajadas de jamón y/o queso que eran cortadas con esa máquina curiosa. Después de volver, me hice algunos panes. Pasé por los caminos de ese año. Pasé por el pequeño negocio dónde llamé por teléfono al tipo de la polera de poliéster azul para comprarle mi segundo PS2.
Volví al cementerio.
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